miércoles, 1 de enero de 2014

Pinzas

Tenía los brazos atados por sobre su cabeza, llevaba un largo rato así, no podía precisar cuánto. Él le hablaba mientras colocaba pinzas, esas de tender la ropa, en la piel cerca de su axila. Le dolía, no sabía qué era lo más molesto, si su piel atrapada en ellas o la posición de sus brazos.
- El dolor se irá pronto, le dijo él en ese susurro casi musical con el que le hablaba.
Ella aguardaba que esas palabras se hagan realidad pronto, él seguía ocupado en la tarea.
Le acariciaba los pezones, y sin más preámbulo colocó un broche en cada uno de ellos. De la boca de ella brotó un gemido de dolor. Él lo aplaco con un beso largo y tierno mientras le acariciaba el talle.
- Ya pasa, dijo él una vez más.
Se alejo unos cuantos pasos de ella para contemplarla, saborear su obra. Ella entregada ya no luchaba por liberar sus manos de las ataduras. Tenía los ojos cerrados y una pequeña mueca de dolor se dibujaba en sus labios que conservaban el rojo intenso con el que los había pintado.
Él se acercó, apoyó su mano sobre su vientre y subió con ella hasta rodear una de sus tetas, atenazó sacándola del ensueño en el que se encontraba.
Se colocó sobre el costado donde había atrapado la piel de su brazo y axila con las pinzas, tiró levemente de una de ellas y ya no fue un gemido su respuesta, un pequeño grito de dolor intenso y agudo salió de su boca. Él, entonces volvió a tirar hasta que la pinza quedó en su mano, ella abrió su boca para gritar y sollozar pero ningún sonido salió. La boca de su Señor acariciaba el sitio incendiado de su piel, su lengua le devolvía la temperatura y así fue con cada uno de los broches que él retiró, dolor y labios, agonía y besos, calor intenso y la humedad de su lengua apagando el fuego.
Distinto fue cuando llegó a las pinzas de los pezones, ella esperaba aquello mismo, el instante de dolor apagado por su boca... Llegó el dolor,  y cuando esperaba su recompensa, su boca se cerró y sus dientes se dibujaron en su piel sin piedad.  

Algo la paralizó porque no gritó o sí, no estaba segura de si su boca había atendido el llamado de su cerebro, él la sujetaba de la cintura con una mano y desataba sus brazos, la acercó a su boca casi que la besa pero nuevamente en su musical susurro le anunció que el juego recién comenzaban.

domingo, 8 de diciembre de 2013

El trompetista (Parte III)

Casandra tenía una pelea interna con el peso mitológico de su nombre, no podía dejar de notar la cara que ponía la gente al pronunciarlo. Agradecía ser hija única para no haber sido la mensajera de la destrucción. Claro que nada de esto aparecía en el imaginario de las personas que la conocían, su rostro en realidad era de serenidad porque eso es lo que transmitían sus ojos, serenidad, quietud y paz.
Su trompetista solo había reparado en su nombre para hacerlo música, esto había sido el cumplido más grande que ella recibiese al respecto, inmediatamente lo tarareo, lo hizo música aquella primera noche en que se conocieron luego de su recital de jazz.
Hoy iba a encontrarse con él. Miro que todo estuviese perfecto como a él le gusta, uñas, ropa, zapatos, su cabello recogido, todo al mínimo detalle de los caprichos de su músico. Sin embargo, era la primera vez que él rompía con la rutina de los encuentros en su departamento, esto la tenía  inquieta, nerviosa, no entendía el cambio y no le gustaba.
La citó en un café tradicional de Avenida de Mayo, El Tortoni, se sentaron en las mesas de la vereda, era tarde pero el calor de Buenos Aires ya se sentía impiadoso. Él pidió una picada, la clásica, con vermouth para él con cerveza para ella.
-El vermouth es cosa de viejos, le dijo ella envuelta en esa risa de niña que sacaba a veces cuando cometía una picardía. Él la miró serio, atento, casi enojado, y cuando noto que Casandra bajaba la vista arrepentida de sus palabras  tomó su rostro apoyando su mano en su mentón y espero el encuentro de las miradas con una sonrisa franca y divertida.
-Lo pido porque no puedo resistirme a la tentación del sifón, viste que maravilla, siguen haciéndolos solo para ellos. Y allí el mozo con el pedido depósito en la mesa el pequeño artilugio, un recipiente de no más de un cuarto de líquido con su cabeza cromada, cuerpo de vidrio de color y Café Tortoni en letras de fileteado blanco.
El rostro de Casandra se iluminó con el truco de magia que había facilitado el camarero y aquella pieza de colección se transformó en el centro de la charla.
-Te pedí de encontrarnos acá porque tenía muchas ganas de hacer algo diferente.
-Casandra lo miro embelesada, sabía que estaba enamorándose de aquel hombre oscuro que la arrojaba al vacío más aterrador, el de sus propios miedos, al de un placer sin límites, sin puntos de partida ni de llegada, caída libre, vértigo y deseos de más.
Estaba perdida en sus ensoñaciones, en esa otra expresión del amor donde el sexo no forma parte, cuando él sin piedad la volvió a la tierra yerma y reseca para ensuciar sus bellos zapatos, -crees que va a gustarte, repitió.
Casandra no tenía ni idea de lo que le había estado diciendo, solo palabras sueltas se aparecían bailando frente a sus ojos, Gigí, ¿quién es Gigí? ¿Leslie Caron? ¿Gustarme qué? ¿Vamos al cine?
Él notó enseguida que Casandra estaba en otro mundo mientras él le explicaba lo que deseaba, no era la primera vez que sucedía. Él estaba convencido que esa falta de atención en otra mujer hubiese sido motivo de enojo, pero con ella no podía, ya había notado que parte su encanto era su capacidad de soñar otras realidades, de despegarse del efímero presente para construirlo nuevamente a su entero antojo.
-No, dijo con tono dulce, casi ese que pone un padre amoroso cuando le explica algo a su hijita.
-Gigí es una muy buena amiga mía y quiero que la conozcas.
Ese tono complaciente puso en guardia Casandra, solo lo usaba para inducirla a dar un nuevo paso a ese vacío que tanto la atraía. Titubeo, retorció las manos como cuando no sabía que decir, bajo la cabeza y asintió sin pronunciar palabra. Sus ensoñaciones volaron a un mar lejano y sabía que allí se hundirían presas bajo el peso de sus miedos.
-¡Muy bien! exclamo el trompetista, esa es mi chica, llamo al mozo, pago y la tomo de la mano sin ya prestarle mucha atención, tan solo la arrastro unas cuadras hasta la puerta de un edificio Art Deco, uno de los tantos que viste la avenida, toco el timbre del 4º B y apoyando a Casandra contra la puerta la besó hasta que sonó la chicharra que permitía ingresar al edificio.
El trompetista no podía ocultar la excitación que lo embarcaba y Casandra no estaba segura que era lo que se la producía. Quería pensar que era ella, pero sabía que iba a descubrir lo contrario.
Allí estaba Gigí, que nada tenía de la exquisitez y finura del personaje de la película, pavoneándose y tocándolo a él, su trompetista, e ignorándola completamente a ella, como si no estuviese en el mismo sitio.
-Está todo dispuesto, tal como lo pidió, le dijo Gigí al músico mientras lo rodeaba con sus brazos por el cuello y lo besaba.
Casandra a punto de explotar de ira sintió el contacto de la mano de él, que la atraía hacia su cuerpo sin soltarse de los brazos de aquella mujer pulpo. La tomó de la mano y con la otra hizo lo mismo con Gigí que ahora sí había cambiado su actitud avasallante por una más obediente y silenciosa.
Las dirigió a ambas hacia la habitación, la cama estaba abierta, solo la sábana de abajo, las luces atenuadas con pañuelos de gasas e incrementadas en algunos rincones con velas. Un sillón frente a la cama, más bien hacia un costado, el más oscuro de todo el cuarto y sobre él unas sogas, una mordaza y un collar.
Dejo a Gigí a medio camino entre la cama y el sillón en cuestión y siguió hasta él con Casandra. La besó con mucha ternura, le recorrió el cuerpo con sus manos, bajó por sus muslos y subió arrastrando la tela de su vestido, bajó otra vez con su ropa interior engarzada en sus dedos. Casandra colaboro levantando los pies para que termine de quitársela. La agarró de la cintura y subió con sus manos hasta el escote, lo desabotono, liberó su torso de la tela que lo cubría, acarició sus hombros y besó sus pechos.
Chasqueó sus dedos como si hubiese un perro en el cuarto pero sin ruido sin protestas sin nada estaba parada junto a ellos Gigí, la Gigí que la embriaguez de Casandra por las manos de su trompetista ya había olvidado. Él, sin embargo,alargó la mano y ella le entrego el collar. Se lo puso a Casandra, la condujo tomándola de los hombros hasta el sillón le ordenó que se levantara la falda del vestido y se sentara. Casandra obedeció sin dejar de relojear a la que ya había declarado era su enemiga. Sin mediar palabras Gigí le entregó al músico la soga primero con la que ató a Casandra al sillón, inmovilizando las manos y las piernas, la mordaza y la cadena que engancho en el collar. La beso en la frente amorosamente y le dijo al oído -solo quiero que mires.
Dicho esto, tomó del brazo a Gigí la acercó a él y la beso, la rodeó con sus fuertes brazos y se alejaron del sillón poniendo rumbo a la cama.
Casandra vio como ese odioso pavo real devenido en pulpo acariciaba, besaba y desvestía a su hombre, a su amor, sentía la furia que la embargaba, que le calentaba la sangre, hacía que le latiesen las sienes, el grito sordo que se ahogaba en su garganta por culpa de la mordaza.
Se retorcía intentando rebelarse contra las ligaduras que la tenían prisionera de ese horrible sillón en esa inmunda habitación.
En tanto frente a sus ojos se desarrollaba otra lucha, la de los cuerpos que se buscan hambrientos, las manos que se perdían en abrazos, en caricias, en juegos. Él, que la tomaba del cabello y la arrojaba a la cama, Casandra veía con los ojos empañados por las lágrimas y la vista nublada por la ira como él poseía el cuerpo de otra, como le dedicaba sus manos a esa otra piel. Seguía casi con devoción cada caricia que él le daba a Gigí, al dibujo del contorno de ese cuerpo que no dejaba de gemir de placer, de esas piernas que lo envolvían y lo atraían hacia ese otro sexo.
Sentía, Casandra, como se agotaba de forcejear inútilmente, tenía la boca seca de tanto grito sordo, pero seguía llorando, en silencio.Abandonó su cuerpo al sillón, dejó que su cabeza busque el apoyo del respaldo y cerró los ojos. ¿Qué hacía allí? Era la pregunta que la atormentaba cada vez que estaba con su trompetista, porque volvía y así se fue perdiendo en la oscuridad húmeda de sus ojos, en la cadencia de los gemidos y las órdenes que provenían de la cama, que ahora estaba como a un océano de distancia.
El músico se percató de su silencio y no le gusto. No era eso lo que esperaba, lo excitaba la lucha de ella con sus ligaduras, saberla enojada, casi iracunda, saber que era él quien tenía el poder de consolarla.
-¿Te gusta muñequita? Dijo mirando al sillón pero no hubo respuesta, el cuerpo de Casandra no reaccionó a la voz de su Amo.
-Señorita, le estoy preguntando a usted si está disfrutando de las vistas?, uso ese tono agreste entre caribeño y porteño que tenía para increparla a que retorne a la habitación. Sabía que Casandra bien podría haber construido un mundo imaginario y estar allí recluida hasta que él la rescatase.
Se tomó su tiempo con Gigí haciéndola gemir, susurrándole obscenidades, lamiéndole la piel, escuchándola acabar a su antojo. Cuando se aburrió de aquel cuerpo prendió un cigarrillo y le pidió algo fresco de beber a su anfitriona mientras clavaba la vista en Casandra, allí tan quieta, la oscuridad donde estaba sumergida le impedía ver hasta el tenue movimiento de su cuerpo al respirar. Estaba desesperado por ir allí junto a ella, tomarla con delicadeza, besarla y decirle que todo estaba bien, que no iba a repetirse aquello. En cambio se quedó allí con el cigarrillo en una mano y el vaso en la otra, y ella seguía allí, inerte. Ahogó el cigarrillo en el líquido que quedaba y se acercó a Casandra, se sentía el príncipe Valiente que despierta a la Bella durmiente de su letargo de hechizo, pero se encontró con una Casandra con la cara mojada de tantas lágrimas, que seguía llorando en silencio, una catarata de lágrimas rodaban por sus mejillas, el desconsuelo se dibujaba en su cara, el miedo en lo contraído de su cuerpo.
El trompetista comprendió que no se había ido a ninguno de sus mundos, que allí se había quedado con él, a su manera, rendida a un dolor diferente del que le producía con su mano, un dolor más hondo, lleno de angustia y desesperación, un dolor sin tiempo. No había medido las consecuencias pero allí estaban, allí estaba el objeto de sus deseos necesitada de él, de su príncipe para consolarla.
Alargo su mano y rozó apenas la mejilla de Casandra, tan húmeda, la otra mano casi instintivamente la colocó entre sus piernas, por un instante se dijo no es el momento, pero lo que allí encontró no lo hizo dudar, Casandra estaba sentada en el lago de su gozo, de la manifestación misma del clímax de su placer, entonces esta vez sí comprendió el trompetista que las lágrimas de Casandra no eran por él y esa otra piel sino la culpa de haber gozado con aquello con lo que se había negado, con lo que le parecía imposible que pudiese suceder y sin embargo allí estaba en aquel edificio Art Deco con su bello trompetista, atada a un sillón en lo más oscuro y profundo de su propio ser, de lo más cerrado y negado a sí misma, su placer.

sábado, 23 de noviembre de 2013

El trompetista (parte II)


Tenía las palmas juntas, de cuclillas, frente al sillón donde él estaba sentado. Él estaba envolviendo sus manos con una cinta, la mitad sobre el canto superior de ellas, la cruzó bajo el canto inferior, hizo un lazo, lo ajusto y llevó el extremo derecho a la muñeca derecha y allí la ato. Repitió la operación con la muñeca izquierda, enrollo la cinta en sí misma dejando una estrecha separación entre ambas muñecas y remató la atadura inmovilizando sus pulgares. Cuando termino no quedaba nada de cinta.
Ella sólo vestía una tanga y sus zapatos, de acuerdo al deseo expresado por él a su arribo. La hizo ir hasta el sillón de tres cuerpos que estaba frente al que él estaba ocupando. Le indico que se arrodillase en él, justo en el medio, mirando a la pared. Ella pudo observar que había dispuesta una cuerda de algodón anudada en su punto medio a un mosquetón. Vio que los extremos de la soga aparecían sobre los apoyabrazos del sillón. Obedeció sumisa. Él pasó el mosquetón por la cinta que unía sus muñecas, lo aseguro. Rodeo el sillón sin dejar de mirarla, noto como la respiración de ella se agitaba con cada uno de sus movimientos.
Ella llevaba las uñas pintadas de las manos y de los pies del color exacto que él había sugerido en su último encuentro. Le agradaba ver que ella cumplía con la infinidad de caprichos que iba manifestando entre cita y cita. Tiro de los dos extremos de la soga obligándola a colocar sus antebrazos sobre el respaldo del sillón, volvió a tirar hasta que sus manos quedaron mirando el piso. Hizo que separase el torso y las rodillas del respaldo, posición que adoptó instintivamente como respuesta al tironeo ejercido por él.
La tomó por su tobillo derecho, mezquino cuerda, lo rodeó con ella y ato. La obligaba a abrir aún más sus piernas, hizo lo mismo con el izquierdo. Aunque quisiese no podría cerrarlas. La posición se había tornado incómoda pero desde que ella había accedido a estos juegos ninguna posición en su comienzo había resultado placentera. Este llegaría en cuotas, todas ellas con pequeñas dosis de dolor, estaba aprendiendo a jugar y estaba aprendiendo a disfrutar.
Llevaba su largo cabello atado en una cola, sintió el roce del cuerpo de él detrás del suyo, la mano izquierda de él apareció apoyada en el respaldo del sillón, la derecha la asía de su pelo obligándola a tirar su cabeza hacia atrás. Así paso su lengua por el rostro de ella produciéndole una sensación inmediata de rechazo, casi de asco. Sin darle oportunidad a que diga nada introdujo dos dedos de su mano izquierda en su boca, aflojando la tensión con la que la mantenía hacia atrás. Ella comenzó a chuparlos como si fuese su pene, él corría su mano hacia abajo si ceder en soltar el cabello. Ella por más que intentaba no llegaba y él la azuzaba al oído diciéndole -¿Qué pasa, no queres?
Acercó sus dedos nuevamente a su boca y aflojo la tirantez de su cabello. Él se levantó del sillón y se colocó donde sabía no entraba en el reducido ángulo de visión que ella podía tener de la sala y encendió el equipo de música, sonaba Milestones.
La música era el único sonido en la habitación, y a ella le llenaba el cuerpo. Escucho como él servía alguna bebida, reapareció a su vista con el vaso en la mano, mirándola. Parecía estudiarla, buscaba sus debilidades, le encantaba mirarla de esa forma. Cómo ella iba ruborizandose hasta que las mejillas le ardían de calor, cómo dejaba de sostenerle la mirada, bajaba sus ojos; miraba el piso e iba girando la cabeza en sentido contrario a él. Él sin embargo, seguía allí rodeando el sillón, dando pequeños sorbos a su bebida absorto en la contemplación de la vergüenza de aquella mujer atada a su sillón. Le complació llevarla hasta ese extremo, lo excitaba maravillosamente pero se cuidaba de decírselo, no quería que ella superase ese estadio, al menos no por ahora, la hacía más vulnerable a sus juegos. Así se quedó largo rato, tan solo observándola, dibujando con sus dedos en su piel, la acariciaba cada tanto, sacudía una palmada cuando iba con la música ese sonido tan propio de la mano que cae hueca sobre el cuerpo de otro. No había intención de dolor, solo de ese sonido tan particular.
Volvió a su sillón, desabrocho sus pantalones y comenzó a complacerse mientras la contemplaba, ella intentó girar su cabeza y él sin elevar la voz pero con tono firme y claro le ordenó que no lo hiciese –no te des vuelta, dijo seco.
El tiempo transcurría lentamente, en silencio, solo las notas cadenciosas de la trompeta y el saxo llenando la cabeza de ella. Se preguntaba qué hacía él, cuanto más así, sentía el roce de las prendas entre sí, sintió el ritmo y comprendió que en ese instante ella solo era un accesorio en el placer de él. Quería ella sentir aquel miembro erecto y duro que ya conocía y deseaba en su interior.
Él la sorprendió en sus pensamientos penetrándola con mucha fuerza, a pesar de casi no haberla tocado ella estaba tan excitada que la sorpresa la transportó a sensaciones cada vez más placenteras. Sintió casi enseguida el primer orgasmo, ya llegaba un segundo pero de pronto él no estaba dentro suyo. No podía creer que fuese tan mezquino con su placer. Él parado frente a ella tomándola nuevamente del cabello le llenó la boca con su pija y allí acabó sosteniéndosela hasta que ella terminó de tragar.
Ella estaba entre furiosa e insatisfecha, mientras que él mostraba una sonrisa que le ocupaba toda la cara. Ella le pidió que la desatara que estaba incomoda y deseaba irse ya. Él sencillamente le dijo que no. – ¿Por qué no?, replicó ella. No hubo respuesta, al menos no audible.
Luego de un largo rato y entendiendo él que debía educarla, sencillamente le respondió – porque lo digo yo…
-Es tiempo que comiences a entender que en este juego yo soy el que manda y que vos lo único que debes hacer es obedecerme y complacerme.
Mientras le dirigía estas palabras la azotó, esta vez realmente con ganas dejando su blanca piel tan colorada como un tomate maduro.
Así como lo había dejado se le transformó en más apetecible que al comienzo de la noche, experimento la erección que se apoderó de su miembro, la resistencia natural del ano de ella cuando la penetro, el placer del cuerpo de ambos, la forma que en que ella se posicionaba para que su pene la penetrase profundo, la súplica de que no se detuviese.
Acabo dentro de ella, había escuchado cuando también ella lo hizo. Se acercó su esclava y le preguntó si había comprendido la explicación anterior, ella asintió con la cabeza exhausta. Él la tomó de los pezones jalandolos con mucha fuerza y repitió la pregunta ya impaciente por la desobediencia. Ella respondió con un –sí Señor, comprendí.
La miró preguntándose entonces porque no respondía, porque siempre la misma desobediencia, ella adivino lo que él pensaba y le dijo: - me gusta desobedecer.
Así satisfecho la desató mientras le decía cuánto le gustaría verla con uno de eso collares con correa que le había mostrado en las fotos. Ella sintió que el vello de la piel se le erizaba de excitación ante la imagen de sí misma postrada al final de la correa que su Amo sostenía pero no estaba segura de concretarlo, no le terminaba de agradar todo lo que ello significaba.

sábado, 9 de noviembre de 2013

El trompetista (parte I)

Estaba sentado en una banqueta alta, tocaba su trompeta, ella lo escuchaba arrobada desde uno de los almohadones que estaban dispuestos en la pared opuesta. Los sonidos de la guitarra desgarraban el alma de los que escuchaban pero cuando la trompeta se unía a la fiesta de las notas, la música se tornaba dulce y melancólica. Había una gran cuota de seducción en la forma en que arrastrada los sonidos y de pronto los soltaba para compartirlos.
Él la había notado desde que ella entró en la sala. No pasaba desapercibida, no porque fuese particularmente bonita, sino por sus formas, sinuosa y provocativa, su vestido era largo con un escote sugerente y calzaba unas bellas sandalias que dejaban asomar sus lindos pies entre las tiras que las componían.
Terminada la sesión de música se apuro para presentarse, deseaba conocerla. Tomo manos, agradeció halagos y escucho sin prestar atención a los comentarios sobre la presentación, moviendo la cabeza y haciendo que prestaba atención de cuanta palabra le dedicaban.
La vio, tomaba su abrigo, -¿por qué se va tan pronto?, se preguntó desconcertado. Estaba atrapado en el mar de gente que llenaba la sala. El humo de los cigarrillos había coronado la atmósfera con una delicada nube que olía a tabaco y calor humano.
Consiguió zafarse y fue tras los pasos de ella, no llegó muy lejos, la encontró enseguida, había salido a fumar y conversar con algunos conocidos. Él encontró entre quienes la rodeaba una cara familiar, no recordaba su nombre pero lo miro con una sonrisa de amigos de toda la vida y el otro respondió alargando su mano para saludar.
Se presentó solo, no quería que las oportunidades se le escapen de la mano, y le dedicó un largo beso en la suave mejilla de ella.
Tan solo una hora después se iban juntos a tomar algo y seguir conversando.
Sintió la caricia de la cuerda de algodón sobre la piel de su muslo. Experimentó como este se unía a su pantorrilla. Las mismas sensaciones en su otra extremidad. Quedó arrodillada sobre la cama, muslos y pantorrillas sujetas. Él la tomó de la cintura, y la ubico cerca del borde de la cama, del lado de los pies. Le quitó el vestido por la cabeza, agarró sus brazos y se los cruzó siguiendo la línea de sus hombros. Ato su muñeca derecha en el listón izquierdo de la cama y la izquierda en el derecho. Una cuerda más siguió las formas de sus brazos ocultando sus codos.
Sus ataduras eran limpias, precisas, funcionales, poseían una bella estética, porciones de piel coronadas por las cuerdas nuevas, suaves al tiempo que fuertes y seguras. Las había elegido negras para que contrastasen con la blanca piel de ella. Él sin decir palabra continuaba ocupado en los detalles, le vendo los ojos, levantó la tijera que descansaba en el primer cajón de la cómoda y dejó que el frío del acero roce su piel agitando su cuerpo.
Podía percibir el miedo de ella, su temblor, como reprimía los gritos que delataban su pánico. Corto sin vacilar su corpiño en tres partes, cada bretel y el último corte lo práctico entre sus pechos. Ella se agitó inquieta, hundida en la oscuridad de su venda, sintiéndose acechada e indefensa.
La mano de él recorrió la redondez de su culo, seguía su forma en una caricia, subía por su espalda, sin prisas. A ella le comenzaba a molestar la postura, la inmovilidad de sus extremidades, incómoda y dolorida, privada de la vista, temblando y devorada por un instinto animal que la invadía, deseando que él la tomase.
Perdida completamente en sus miedos y sensaciones, un sonido limpio y picante sobre la piel la trajo nuevamente a la cama donde se hallaba atada. Él había dejado caer su mano pesadamente sobre su culo, ella dejó escapar un fuerte grito, la palmada había sido más ruido que dolor, pero sentía como su corazón se descontrolaba. Él sencillamente respondió dejando caer su mano en el mismo sitio.
Le acarició la espalda hasta el cuello, corrió su mano hacia el costado de su cuerpo, deslizó sus dedos por su seno izquierdo, jugó con su pezón hasta ponérselo duro, entonces lo presionó con fuerza entre sus dedos; sin soltarlo y sin contemplar las quejas de ella. Subió a la cama, soltó el pezón, se paro frente a ella, llevaba los pantalones desabrochados, su miembro casi erecto. Con su mano tomo su rostro, por debajo de la barbilla, indicándole que abriese su boca. Ella obedeció sin cuestionar la orden, él introdujo una porción de su pene y con la mano libre la sujetó del cabello. Empujaba su cabeza rítmicamente, lentamente iba completándole la boca. Así lo hizo hasta que sintió la desesperación en ella seguida de espasmos que le producía aquella maniobra, la falta de aire, sentirse ahogada y sin poder rechazar la situación. Para ese instante él estaba pleno pero había decidido darle largas al asunto. Bajo de la cama por el lado derecho, repitió el juego con el pezón, recorrió la espalda en sentido contrario descendiendo nuevamente hasta su culo.
Se colocó  detrás de ella, le abrió las piernas, acarició su sexo a través de la única prenda que vestía su cuerpo, su mano hizo sonar nuevamente su carne. Ella gritó, él casi en un susurro le indicó que no lo volviese a hacer, dejando caer al mismo tiempo su mano sobre su cuerpo, siempre en el mismo sitio. Ella aulló y se quejó del dolor, él con el cuerpo en ángulo respecto de ella, azotó nuevamente dejando la estampa de su mano en su blanca piel.
Arranco la bombacha, e introdujo dos dedos en su vagina, ella estaba muy húmeda, excitada, sentía la mezcla del placer con la vergüenza de aquella situación. Allí atada a merced de un hombre que había conocido unas horas antes y que la arrojaba a un mundo de sensaciones y vértigo que desconocía por completo. Los gritos que arrancó de ella ahora eran de placer, iba a acabar cuando él retiró los dedos. Le pidió más pero no hubo respuesta, no sabía dónde estaba, o que hacía, ya no tenía el contacto de su mano ni siquiera fustigándola. Ese instante se le hizo eterno, estaba sola y abandonada a su propia merced, iba a gritar cuando sintió sus labios pegados a su oreja preguntándole si ya estaba lista para el próximo nivel.
Antes de poder responder, él había desaparecido. No oía su respiración, no sabía si se había marchado dejándola allí. Cuando volvió a sentir su presencia fue como sentir una estampida dentro de ella, No le quedaba claro si solo habían sido uno minutos u horas, pero él la tomaba con fuerza, empujaba frenéticamente dentro de su culito. Con las manos la sujetaba con fuerza de la cintura trayéndola más y más hacía él.
Bajo la intensidad y la penetró por la vagina, mientras lo hacía introdujo su pulgar en su ano que movía cuando su propio ímpetu se lo permitía, Ella gemía de placer, la escucho acabar a su propio antojo, dejándose él también llegar a su propio orgasmo.

Volvió al costado de la cama y mientras le acariciaba el cabello le pregunto: -te das cuenta que desde ahora me perteneces; a lo cual ella con lo último que quedaba de sus fuerzas presa aún de las ataduras, de la oscuridad y del pánico, solo se limitó a responder: -Si Señor.

domingo, 3 de noviembre de 2013

La fusta

Ella se mordió el labio inferior, era una señal inequívoca de que iba por buen camino. Alargue mi mano y tome la fusta de cuero, jamás la había usado sobre su piel, tampoco lo haría ahora, solo dejo que la mire, dejo que se imagine que voy a pegarle, dejo que se retuerza un poco, que luche por soltarse de sus ligaduras. Allí boca arriba como está en la cama, atada tan primariamente, sus manos hacia la cabecera, y sus piernas abiertas en cada extremo, la contemplo desde arriba, me siento más alto, más fuerte, ella más pequeña, igual de delicada, igual de frágil. Me gusta que no se endurezca con el juego, me gusta sentirla temblar, dudar, tomar aire, sorprenderse con mis movimientos, me gusta que espere mis permisos, cómo se queda allí quieta, esperando.

Me ve con la fusta entre mis manos, las ataduras no le permiten arquear la espalda en ese movimiento casi instintivo con el que cree que puede escapar. Sonrío con maldad solo para verla intentarlo una vez más, para ver sus pechos agitados, las pequeñas gotas de sudor que perlan su piel, siento su aroma, veo su excitación, juego a que no me importa.
Acaricio su cuerpo con la punta de la fusta, la deslizo con maestría siguiendo sus curvas, sintiendo lo sinuoso de ellas, cintura, caderas, muslos, vuelvo entre sus piernas, acaricio su sexo, veo su plenitud, su exaltación se apodera de mi fusta y sube por ella a mi mano, a mi brazo, hombro, cabeza, esté en todo mi cuerpo, lo siento entre mis propias piernas, siento su poder sobre mí. No voy a dejarla que lo note, estoy en ventaja y no voy a desaprovecharla. Sus gemidos son más frecuentes, más largos, más intensos, su necesidad de liberarse comienza a desesperarla, pero no hay escapatoria, así será, así lo he decidido.
Paso la fusta justo por encima de su corazón. Deseo verla estremecerse, en cambio la caricia la quema por dentro, veo la hoguera que se formó en su piel, veo como las lenguas de fuego crecen, siento el calor, siento su llamado, como me invitan a quemarme en ellas, sería inmolarme, mi cuerpo ya no resiste no hundirse en ese calor, en ese fuego, no sé si sagrado; fatuo o profano, solo sé que es su fuego y que mi fusta es la tea que lo encendió, mi respiración el oxígeno que lo mantiene y mi cuerpo la leña que lo alimenta.

Tea, leña y llamas. Ella me devora pero yo puedo controlarlo, puedo verla extinguirse, puedo hacer que se consuma. Dejó de alimentarla, dejó de verla, dejó de acariciarla. Ya no respiro, ya no la veo, ya no estoy allí. Así la dejó, atada tan primariamente, con las manos hacia la cabecera y las piernas abiertas en cada extremo. Me voy y soy leña verde y no estoy hasta que soy leña mojada por la lluvia que cae de mi frente, que corre por mi piel, que inunda mi cuerpo y la tea aún en mi mano. La miro, la estudio, la recuerdo sobre sus muslos, generosos en sus curvas, la imagino; su vientre, su ombligo, sus pechos siempre agitados, su corazón que la delata y su labio inferior, así como cuando se lo muerde, sé que me depara que lo muerda así, sé que va acabar, que el aire la va a abandonar, que sus fuerzas van a flaquear. Otra vez tan frágil, otra vez tan pequeña y mis brazos que están vacios sin ella y la fusta que me quema la mano, el brazo, el hombro, la cabeza, entre las piernas y soy yo quien está en llamas y es ella quien encendió la hoguera.

Vuelvo y allí rendida como la deje, renacida porque no hay cenizas, así se inmola ella, con su sonrisa, con su gemido y soy tan frágil y tan pequeño y el aire me abandona y su piel me acaricia, su boca me devuelve el oxígeno que perdí y su sexo me transforma y soy fuerza y soy energía y estoy pleno porque ella está en mis brazos, en mi piel, en mis manos y me hunde y me rescata, me sofoca y me libera, me pierde y me encuentra, y me deja que sofoque su fuego en el mío, que la extinga, apagándome junto a ella, languidecemos y renacemos y la veo como si no la hubiese visto antes y me mira ahí atada tan primariamente y mi fusta sobre su piel en el sueño eterno de acariciarla nuevamente, justo encima de su corazón.

martes, 26 de enero de 2010

Ulises

Tiene las rodillas y sus brazos sobre la cama, la cola bien parada, sus pechos presos de la gravedad cayendo perfectos para alegrar mi vista. La veo desde el umbral de la habitación, me fascina esa pose de gata desperezándose que adopta, con su cabello ondulando sobre la espala, cayendo por los costados. No cuida los detalles, solo me mira a mí, me provoca con su pose, pone la cabeza de costado como gata curiosa, como preguntándome si falta mucho para que vaya hasta ella, sigo allí, congelado contra el marco de la puerta.

Ella en cambio, se echa, odio que abandone esa postura de gata, con sus brazos tan estirados, las manos una sobre otra, su cola siempre en alto, su cabello, esa vista de sus pechos, de su piel, porqué me hace eso. Pero no digo nada, sé que va a ponerse boca arriba, conozco su ritual para atraerme a la cama, me encanta su ritual para llevarme a ella. Su cabello cayendo por el borde, sus pies apoyados en el colchón, sus manos jugando a volar, su boca ocupada en un tarareo que quizás suene maravilloso en su cabeza pero es incongruente en las ondas del sonido, pero no me importa, no soy Ulises y puedo ser encantado por esta sirena, pero reconozco esos relieves y es Ítaca y estoy en casa entonces, si soy Ulises y al fin puedo arribar a puerto.

Y el puerto me aguarda con su perfume de flores de campo, y no son sirenas, es el canto de Penélope que me trae nuevamente al hogar y soy Ulises y al fin puedo rendirme tan solo para erguirme victorioso porque volví y ella me recibe como su héroe, como su amante, como su hombre, el hombre que se perdió pero solo ansiaba retornar al calor, a las caricias, al tarareo incongruente y desafinado de su boca pero que suena a sirena en mis oídos y con el que me envuelve y me protege del mundo de afuera. Solo yo domino este arco, solo yo consigo tensarlo, solo yo tengo el carcaj que contiene la flecha que puede ser usada en él.
Soy Ulises y mi arco reposa a mi lado y es Penélope y es Ítaca y es puerto y de todas las formas ella consigue que yo este en casa.

lunes, 18 de enero de 2010

Be Mine

Estaba ahí sentada en el borde de la cama, recién levantada, él había llegado antes de su viaje, despeinada como siempre, el lecho, una maraña de sabanas y almohadas que solo delataban mi búsqueda de su cuerpo, de ese pequeño retazo de tela que conserva su olor. Sueños revueltos, el extrañamiento de su compañía.

Mis ojos se tiñeron de ese celeste tan particular, la sorpresa de su regalo me trajo del letargo y coloreo todo de azul claro o turquesa, la pequeña bolsa que contenía una caja cuadrada con su moño blanco y el nombre de la tienda en color plata. Cuando la abrí había un collar grueso, con un dije, era un corazón candado, del reverso, la T, marca indiscutida de todas las piezas de joyería de Tiffanys, y en el frente dos palabras: Be Mine.

Me quede azorada; aceptarlo, colocármelo y usarlo tenía un único significado, pertenecerle a quien me lo había dado. Era una decisión que tenía que tomar, tenía que pensar y evaluar cuidadosamente todo lo que eso significaba, estar segura de no arrepentirme, de no equivocarme, no apresurarme. Lo giraba entre mis manos, lo miraba, lo pesaba, lo deseaba y lo rechazaba. Él en silencio, esperando, con esa seguridad que me conquista cada día y los ojos fijos en mí.

No sabía que decir, no tenía idea de cómo ganar tiempo para poder pensar, de pronto estaba perdida en mis propias elucubraciones sin prestar atención a mi cuerpo, a sus respuestas, a sus deseos que se manifestaron vivamente, instintivamente si es que cabe tal afirmación.
Mi mente iba en una dirección y mis manos en otra. Sentí el suave clic del broche cuando lo cerré alrededor de mi cuello, sentí el calor de mi mano al palpar el candadito a pesar de que ya no lo veía. Me encontré caminando hacia el espejo para verme con él puesto. Me vi mirándolo a los ojos feliz de aquello, completamente ajena a las cavilaciones que agotaban mi cerebro, sabiendo que con él no era un juego.

Éramos dos, mi cabeza por un lado, mi corazón por otro, sabía que pronto ambas se iban a reconciliar, sabía cómo hacerlo. Me acerque segura de mi papel, pase mis brazos por su cuello, lo bese sin soltarme, sin dejar de sentir el eco de su corazón en mi propio pecho, sin dejar de sentir su calor en mi cuerpo, sin que su aliento abandone mi boca. Me apretuje contra él, deje que me envolviese aún más fuerte con sus brazos, y sin timidez, sin vergüenza, sin ningún sentimiento de niña que pudiese interferir en ese instante le susurre al oído: I'm yours y hundí mi cara en su cuello sin esperar más que saber que él sonreía feliz por mi respuesta y yo por ser.