sábado, 24 de octubre de 2009

Dar un toque a...

Pensé que a medida se fuese acercando la hora iba a ir poniéndome más y más nerviosa. No me di cuenta hasta que estaba en viaje de regreso a mi casa que los nervios no me habían hecho compañía en la casi hora y media que compartimos de charla ni en el viaje de ida que me acercaba a conocerlo a él en persona.
Allí me esperaba en la mesa contra la ventana en el bar de la esquina, no hizo falta una flor roja o libro alguno, aún sin entrar él sabía que era yo y lo mismo me sucedió a mí. Lo vi sonreírme y sé que devolví la sonrisa con una mueca de mi boca.
Entre, nos saludamos con un beso en la mejilla y él coloco su mano en mi espalda, la caricia que hizo sobre el paño de mi abrigo, ese gesto de bienvenida familiar que asemeja el reencuentro con un viejo amigo más que con un desconocido.
Él ya tenía dispuesto el pedido y en la mesa había una botella de vino tinto, dos copas y algo para comer, afuera hacía frío y yo había llegado con el viento en mis espaldas. Me quite el abrigo y él espero a que lo acomodase en la silla y a que me siente para poder hacerlo él.
Había elegido dejarme a mí de espaldas a la puerta y al movimiento de otros comensales en el bar, tomando él el lugar de control visual. Hablamos de muchas cosas y de ninguna en particular, de la bici colorada de una chica que por allí paso, de historias viejas, de mudanzas y hojas de otoño.
La velada transcurrió sin sobresaltos, calmada, con muchas risas, sorprendiéndonos mutuamente, acortando distancias entre ambos. La tiranía del tiempo hizo su entrada en escena marcando la hora en que el encuentro llegaba a su fin.
Caballerosamente me ayudo con mi abrigo, salimos al frío de la calle y como si fuese una niña me tomo del brazo, por el codo, sentí su mano toda asiendo mi antebrazo con firmeza, los cuerpos quedaron en esa fricción de telas que se genera en un espacio muy pequeño y se carga de una energía peculiar. Llegamos donde yo iba a tomar el transporte hasta mi hogar y allí aguardamos. Él acortando el espacio a lo alto, bajo el cordón de la vereda, me miro a los ojos, su mano derecha estaba en el lóbulo de mi oreja y me beso sin soltarlo. Nos separamos, volvió a mirarme, paso su mano por mi nuca, tomó mi cabello sin tirar sin hacer fuerza; nada, solo me tomo de él, me dijo que creía que íbamos a llevarnos muy bien, me volvió a besar, sentí su dedos a la altura de cintura. Me di cuenta que había permanecido con mis brazos inertes al costado de mi cuerpo sin hacer mucho solo devolviendo el beso.
Llego mi colectivo, nos despedimos una vez más, ocupe un asiento, puse música en mi mp4 y viaje en su compañía con la cabeza llena de pensamientos encontrados sobre no solo lo que había sucedido en el encuentro sino en cómo se había dado las cosas desde aquel primer toque virtual hasta las charlas accidentadas por el chat del Facebook, situación a la que me resistía en un primer momento.
Me impresiono darme cuenta que muchas cosas habían perdido su consistencia, su espesor, su razón, que no comprendía o no podía recordar cuanto llevábamos en ese juego previo ni podía decir con certeza que era lo que había roto otra barrera y me había conducido a ese primer encuentro, durante el cual quedo establecido que habría al menos otro y que ese no iba a ser una charla de bar sino que su fin era el sexo.
Era una nueva instancia, una nueva prueba para ambos pero solo podía pensar en mí y en lo que significaba para mí. Los días pasaron con la cadencia del cambio de las estaciones, llego el martes y con él nuevamente la comunicación por chat.
Un vacio extraño y conocido se apodera de la boca de mi estomago al ver que está conectado, la charla comienza con los clásicos como estas o si llegue bien a mi casa, todo según las pautas para que el dialogo comience a fluir, respuesta ya inserta por inercia en la yema de los dedos en su caricia al teclado de la computadora.
Conversación ligera que va espesándose y culmina en la confirmación de la cita del jueves. El jueves renueva el contacto virtual hasta la caída del sol. Me veo saliendo de la oficina, apurando el paso, deslizándome hacia un vacio que no reconozco pero que me llama, mi dedo en el timbre, el chirrido que indica que puedo abrir la puerta, los nervios que hoy si están conmigo, la puerta del departamento que se abre para recibirme, su boca que se lanza a la mía, sus manos que se apropian nuevamente de mi cabello, con la misma delicadeza de la semana anterior, la repentina separación de los cuerpos, la orden clara y concisa: -sácate la ropa.
La inspección de mis curvas con sus dedos, nuevamente su mano asiendo mi cabello, con fuerza ahora, sintiendo como me obliga a arrodillarme, como llena mi boca, como sin soltarme y sin hablar, marca el ritmo que desea, como apenas adelanta su cuerpo para dejarme sin aire. Las ordenes no precisan de palabras, como marioneta me maneja de los hilos que conforma mi pelo, me levanta, me besa nuevamente, me acaricia, besa mis hombros, me pone frente a él, se acuesta y me va llevando, me acomodo encima de su cuerpo, baja mi cabeza hasta él y me besa otra vez con una intensidad que comienza a ser familiar, deseable.
Me penetra con una mezcla de lujuria, enojo y poder al que me resultaba imposible resistirme. No pude elegir ninguna de las instancias que acontecieron en esa cama, absolutamente todo transcurrió como él eligió, como él lo dispuso, yo sencillamente obedecí, no solo con mis actos sino con cada uno de los orgasmos que él arranco de mí. Elegí volver jueves tras jueves, a someterme a sus deseos, que con el transcurso de las semanas son más y cada vez más desafiantes para mí.
Y con cada pedido no puedo dejar de pensar: -qué hubiese pasado si nunca hubiese devuelto ese toque a…

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